lunes, 14 de noviembre de 2011

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Reforma de 1833 y Guerra de Texas
Lecturas
Secularización: Estado e Iglesia en tiempos de Gómez Farías
L as tradicionales pugnas entre Estado e Iglesia se recrudecieron como consecuencia de las reformas borbónicas. Durante las Cortes de Cádiz y los primeros años de vida independiente mexicana era un tema de constante preocupación,. La creación de un Estado moderno exigía la supresión de influencias clericales, ya que el buen ciudadano no podía serle fiel a otro poder competidor, la Iglesia. El Estado, desde su constitución como tal, luchó por imponerse a su rival al modificar algunas actividades de la vida cotidiana y abolir otras, aun a sabiendas de las dificultades inherentes a querer cambiar las costumbres mediante leyes y decretos. La primera república federal, y sobre todo su final, bajo el mandato de Valentín Gómez Farías, presenció uno de sus momentos más críticos, por ser el primero después de la independencia; una independencia peleada por algunos sectores de la población, para evitar este tipo de ataques a la Iglesia y a sus costumbres. Los esfuerzos legislativos culminaron, como sabemos, en las leyes reformistas de 1833, muchas rechazadas violentamente por el clero, el ejército y los comerciantes importantes, encabezados por el oportunista Antonio López de Santa Anna.
Al independizarse el país, las dos potestades quisieron reformar y mejorar muchos aspectos de la vida mexicana. La falta de patronato o concordato permitía que por primera vez operara independientemente la una de la otra y en consecuencia, no tardaron en chocar abierta y públicamente. Comprendieron, Estado e Iglesia, que el uno representaba una seria amenaza para la otra y se preocuparon por dejar bien establecidas sus prerrogativas desde un principio, a pesar de las seguridades ofrecidas a la Iglesia en el artículo 3o. de la Constitución de 1824. Los obispos, o en su lugar los cabildos catedralicios en sede vacante, se sintieron personalmente responsables de los bienes y los privilegios bajo su cuidado y obligados a defenderlos tenazmente.
Los conflictos
Parte del intento por crear una sociedad secular, se llevó a cabo mediante la destrucción de las corporaciones. Se quería construir una sociedad de individuos, libres de actuar en provecho propio e indirectamente en provecho del Estado. Esta idea concordaba perfectamente con la forma de definir la “secularización” que tanto preocupaba al gobierno y a ciertos sectores progresistas o modernos. El proceso de secularización significaba reducir paulatinamente la influencia de la segunda esfera. En el plano político esto significaba crear una sociedad orientada hacia el hombre y sus necesidades, no hacia Dios.
Esta nueva sociedad, que se proyectaba ya desde el Renacimiento y especialmente desde la Ilustración, hacía cada día mayor hincapié en el individuo. Tocó a la generación de Gómez Farías intentar abolir los fueros, tanto militares como eclesiásticos, con el fin de procurar una sociedad más democrática, bajo un régimen judicial uniforme. Encerraba, sin embargo, un significado mucho más profundo: quitar a la Iglesia un lugar privilegiado.

La tolerancia religiosa, cuyo logro era un punto importante en la secularización, causó unas polémicas tan conflictivas que se convirtió prácticamente en grito de guerra. La Nueva España había luchado contra trabas a su comercio durante la Colonia así que su independencia permitió la libertad para comerciar con todo el mundo. Las manufacturas inglesas eran especialmente atractivas, ya que consistían en una gama de productos, antes desconocidos, a precios competitivos. Este interés por el comercio implicaba, desde luego, la presencia de extranjeros en suelo mexicano, y era imposible restringir la entrada al país únicamente a los católicos.
 El Estado, por su parte, daba la bienvenida a un grupo cuya influencia podría, en un momento dado, matizar la de la Iglesia.

El gobierno veía la cuestión de los extranjeros, sobre todo los no católicos, con cierta simpatía pero siempre con cautela. Prefería, desde luego, la llegada al país de irlandeses o franceses, cuyos antecedentes religiosos eran más aceptables. La actitud de la Iglesia, sin embargo, era perfectamente clara desde un principio. Con una larga experiencia en el arte de perseguir y denunciar vio en el asunto de la tolerancia el principio del fin de la ortodoxia y lo combatió como enemigo mortal. Si la presencia de protestantes que “han hecho más estragos que los turcos, judíos e idólatras” y que a veces procuraban atraer a los fieles con sus doctrinas, representaba el más ligero peligro para la salud del alma, más valía no correr el riesgo. Eliminar la protección y exclusividad de la Iglesia Católica fue una de las novedades más radicales de la Constitución dada en 1857.
 Por un lado, la Iglesia defendía los suyos como algo que se había apartado perpetuamente para el servicio de Dios, que ya nunca más podría ser objeto de comercio, que estaba por eso en manos muertas y que tenía que ser administrado para proporcionar fondos para el mayor esplendor del culto y decoro del clero.
De acuerdo con el pensamiento de José María Luis Mora, Lorenzo de Zavala, Gómez Farías y otros liberales, los problemas de México se debían en gran medida a la falta de circulante y de libre comercio, de los aranceles internos y externos y de las alcabalas y de la gran cantidad de tierras y riqueza en manos de la Iglesia.
 Lo que no circulaba en el mercado, lo que estuviera sustraído del comercio, representaba un obstáculo que era preciso erradicar para lograr el desarrollo económico del país. La entrada de nuevos caudales a ese enorme repositorio cerrado que era la Iglesia preocupaba a los teóricos y gobernantes; de allí la urgencia de reformar y luego abolir el pago de los diezmos y las dotes.

 A partir de la segunda mitad del decenio de 1820 se legisló activamente en materia eclesiástica en la provincia. Los estados de la federación tenían prohibido hacer cualquier cambio en cuanto a ingresos eclesiásticos hasta que no dictaminara el congreso general, que había retenido para sí esta facultad. Sin embargo, varios estados sintieron la necesidad de corregir algunos abusos y no quisieron esperar la promulgación de una ley federal, un caso que representaba un claro desafío al gobierno central. Data de esta época la creación de juntas estatales para el manejo de los diezmos antes de abolir la coacción civil para su pago. Al mismo tiempo algunos gobiernos, como el anticlerical de Prisciliano Sánchez en Jalisco, mandó observar el decreto de las Cortes del 27 de septiembre de 1820, que prohibía la fundación de capellanías, fuera cual fuera su origen, precisamente para evitar que los fondos necesarios para ellas cayeran perpetuamente en manos de la Iglesia. Sánchez tampoco quería que el pueblo gastara dinero tan necesario para otras obras en sus fiestas religiosas populares, y se prohibió en 1827 el uso de fondos municipales para este fin.

 Algunas medidas anticlericales se habían incluido ya en las constituciones estatales. La de Jalisco y la de Tamaulipas habían acordado, con el fin de controlarlo, sostener el culto con fondos de gobierno. Las de los estados de México y Durango pusieron en manos del gobernador el ejercicio del patronato (lo mismo hizo Jalisco mediante ley en 1826). La de Michoacán otorgaba a su legislatura la facultad de reglamentar la observancia de los cánones y la disciplina externa de la Iglesia. La de Yucatán declaró la tolerancia de cultos, medida anticonstitucional desde luego. La del Estado de México prohibió la adquisición de bienes por manos muertas y negaba jurisdicción a toda autoridad residente fuera de la entidad con excepción de las federales, es decir, negaba autoridad al papa y al arzobispo. Como sabemos, el Estado terminó por imponer por la fuerza sus opiniones respecto a los bienes eclesiásticos, y la jerarquía llegó hasta el destierro al defender lo que creía jurisdicción exclusivamente suya.

 El común de los ciudadanos, enterado y preocupado por el bien de la sociedad, sólo podría concebir que ésta estuviera sujeta al freno de la religión, así como concebía al individuo, por muy libre que quisiera ser, necesariamente sujeto también a este mismo freno. Por eso, hasta los liberales más puros o exaltados de esta época insistían en la enseñanza de la doctrina cristiana en todas las escuelas, fueran del gobierno, particulares o de la Iglesia.
La secularización, como importante factor en las relaciones entre Estado e Iglesia, quedó en etapa de sondeos y tentativas durante la primera república. Los intentos fueron significativos tanto por continuar la tradición liberal española emanada de la Ilustración como por construir las bases de la reforma llevada a cabo veinticinco años después.

Los acuerdos
Algunas medidas del gobierno no incomodaban demasiado a la Iglesia, y a veces abiertamente una autoridad apoyaba a la otra. Estas políticas, más insignificantes si se quiere, lograron cambiar poco a poco las costumbres de la vida cotidiana y permitieron un tipo de vida más apropiado a los negocios o a las preocupaciones laicas, importantes para el funcionamiento del Estado moderno. El gobierno había sido el brazo secular de la Iglesia durante toda la Colonia, encargada de mantener el orden y “buena policía”. Consecuentemente, no era novedad que el gobierno se inmiscuyera en estos asuntos. Desde los tiempos del arzobispado de Lorenzana, se había mandado observar un reglamento para el toque de las campanas, cuyo abuso resultaba molesto para pueblo y autoridades. No tuvo éxito en hacerlo obedecer; cuando el gobierno del Distrito Federal insistió en ello y agregó algunas provisiones propias, la Iglesia no se opuso.

Cuando el gobierno empezó a destinar fondos para la construcción de cementerios fuera de las poblaciones, no hubo quejas. Tampoco las hubo cuando solicitaba informes a los párrocos del número y causa de los decesos, junto con otra información estadística.
Tampoco vio la Iglesia amenazada su soberanía por medidas que el pueblo relacionaba con actos religiosos que en realidad eran tradiciones populares. Así, por ejemplo, en diciembre de 1832 se prohibió quemar cohetes y pólvora el día de la virgen de Guadalupe, porque no contribuían en nada “a la solemnidad ni al culto” esas manifestaciones de gozo popular, pero sí molestaban al vecindario y a veces causaban desgracias.

La religión no era únicamente una parte formal de la vida cotidiana. Invadía la calle con procesiones, imágenes sagradas, pequeños altares instalados en los portales o bocacalles, con volantes que trataban temas religiosos y con cantos, como los de las jornadas de la virgen, costumbre muy antigua, que daba pretexto a los jóvenes para deambular por las calles a altas horas de la noche.

Estos intentos por mejorar las costumbres continuaron después de la salida de Gómez Farías del poder. El interés del ayuntamiento, tanto bajo un régimen federalista como uno centralista, era lograr un ambiente más sano física y moralmente, con o sin el consentimiento de la Iglesia. Es posible que algunas medidas se hayan tomado a iniciativa del cabildo catedralicio, aunque fueran promulgadas como bandos del ayuntamiento.
Los jóvenes “tan adelantados en la carrera de la maldad”, como decía el bando del gobernador del distrito, serían incorporados a la leva y llevados al ejército si insistían en pedir bolo y causar desmanes cuando el monto no era de su agrado. Se enviaban a los arrestados a los talleres del hospicio de pobres cuando tenían menos de dieciocho años de edad.

Ordenar la vida de la ciudad en cuestiones relacionadas con las prácticas religiosas tradicionales requirió cambiar algunas y prohibir otras con el fin de crear un ambiente más propicio a actividades laicas, donde la autoridad que mandaba en cuanto a las costumbres, por lo menos públicas, fuera el Estado y no la Iglesia. Esta tendencia se manifestó durante toda una época y fue privativa de un grupo en el poder, como prueba el hecho de haber salido estos bandos después del fracaso de Gómez Farías por implantar ciertas reformas.
Este proceso de secularización incluía muchas cosas, entre ellas el deseo de retirar la Iglesia de ciertas actividades y de ponerle un límite a su intromisión política cuando ésta era contraria al gobierno. Gómez Farías empezó a sentir la presión de la Iglesia a partir de junio de 1833, cuando algunos predicadores tomaron para sí la tarea de informar a sus fieles desde el púlpito de los desvaríos de la administración pública.

Conclusiones
Si los gobernantes de la primera república federal buscaron normar las actividades de la Iglesia, y en algunos casos convertirse ellos en rectores de esas actividades, el resultado en el largo plazo fue distinto a su intención. El propósito del gobierno había sido, ya desde Carlos III, reformar en beneficio propio o reemplazar con actividades propias las de la Iglesia. No se pensó en separar las dos esferas, pues no se veía la posibilidad de tener potestades independientes una de la otra, cada una con su zona de influencia, dentro del mismo territorio. Sin embargo, la separación legal fue finalmente la única solución hallada. La secularización tuvo poco éxito durante los años de Gómez Farías. Algunas manifestaciones exteriores del culto fueron limitadas; algunas procesiones, como la de la virgen de los Remedios, cayeron en desuso. Otras fueron prohibidas, como las jornadas de la virgen. Se lograron destruir algunas construcciones eclesiásticas ruinosas, se retiraron algunas imágenes sagradas de las calles y se restringió el uso de las campanas.

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